Tener un atelier es como habitar un territorio intimo donde el tiempo se pliega y el mundo exterior se diluye.
En un atelier, la luz deja de ser un fenómeno físico para convertirse en un aliado: entra como una caricia lenta en la mañana, o como un filo dorado en la tarde, revelando matices que no existen fuera de ese refugio.
Allí, los materiales no son objetos inertes: los pinceles esperan como viejos confidentes, los lienzos vacíos son promesas abiertas, y las manchas de pintura en el suelo son un mapa de todas las batallas creativas.
Es también un lugar de contradicciones: orden y caos, soledad y comunión, certeza y duda. El atelier guarda silencios densos y, al mismo tiempo, estalla en la euforia del hallazgo.
No es solo un lugar para hacer arte: es el laboratorio de una vida, un espejo del alma que trabaja.